Para aprender a narrar...

Para aprender a narrar...
,,, nos deben haber narrado...

jueves, 14 de julio de 2011

Tano de Luis Sepúlveda

Don Giusseppe solía decir que era feliz como consecuencia de una serie de errores que recordaba con gusto. El primero de ellos ocurrió en 1946, cuando el joven panadero genovés se embarcó por fin rumbo a América, a una América que imaginaba con los brazos de la Estatua de la Libertad abiertos y hospitalarios. Para ser digno de tal recibimiento, don Giusseppe repasaba sin pausas las veinte palabras de inglés que le enseñara un soldado norteamericano.

A los cinco días de navegación, un tripulante le heló el alma al comunicarle que el barco navegaba con rumbo a América, pero a América del Sur, porque América -le dijo- es más grande y extensa que todas las esperanzas y sufrimientos.

Pasada la sorpresa, don Giusseppe buscó a alguien que le dijera más acerca de su destino, y no tardó en hacerse amigo de un maquinista, italiano como él, y que llevaba varios años navegando en los barcos de la Compañía Suramericana de Vapores.

El compatriota le habló de Argentina, un país enorme en el que la carne era poco más o menos que gratis y donde había trigo que hasta hacía muy pocos años lo quemaban para producir electricidad. Además -le indicó- conozco una familia piamontesa que se ha instalado en Mendoza con una fábrica de pasta, y si vas de mi parte, seguro que te ofrecen casa y trabajo.

El mismo maquinista se encargó de conectarlo con un camionero que transportaba colchones de Buenos Aires a las provincias.

- De acuerdo, tano, te llevo gratis, te pago los hospedajes y las comidas a cambio de que me ayudes a descargar, pero tu misión consiste en hablarme durante el camino. Háblame sin parar, de todo, aunque sean pavadas las que digas.

Don Giusseppe no entendió ni una palabra del camionero, pero algo le hizo comprender lo que el hombre quería, de tal manera que respondió “va bene”, y trepó a la cabina del camión. A los pocos kilómetros de marcha le agradó el trato de tano, de la misma manera como con el tiempo le divertiría que lo llamaran bachicha.

Apenas salieron del extrarradio de Buenos Aires, ante los ojos del emigrante empezó a desfilar un panorama liso, verde e infinito, en el que rara vez se cruzaban con otros vehículos y personas. Las lánguidas miradas de miles de vacas saludaron su paso por la Pampa, y para evitar que el conductor se durmiera le habló de su vida, de la guerra, de Génova, de sus sueños de emigrante.

Habían recorrido varios cientos de kilómetros cuando, al amanecer del día siguiente, el camión se desvió de la carretera por una camino de tierra que los llevó hasta las casas de una Estancia. Había otros camioneros allí, pero sobre todo había carne, mucha carne, reses enteras abiertas en cruz, asándose ante la mirada atenta de unos gauchos. El italiano comió y bebió como nunca en su vida, tanto que el camionero anfitrión, que tampoco estuvo a la zaga, lo mandó a continuar el viaje en la parte de carga, durmiendo la borrachera sobre los mullidos colchones.

Don Giusseppe nunca supo qué ocurrió en Mendoza, si es que el camión alguna vez llegó a esa ciudad. Sólo recordaba que fue despertado por un frío intenso y las voces de unos hombres de uniforme verde que le ordenaban bajar.

Con la cabeza a punto de estallarle y una sed caballuna, don Giusseppe saltó a tierra y se estremeció con el paisaje agreste de los Andes nevados. Su gesto de asombro hizo que los carabineros de Chile entendieran que no sabía dónde diablos estaba.

-Esto es Cristo Redentor, la frontera. De la tetilla izquierda del Señor para allá es Argentina; de la derecha para acá, Chile.

Recién entonces, don Giusseppe advirtió que el conductor del camión no era el mismo que lo había tomado en Buenos Aires, y en su atropellado dialecto genovés repitió una y mil veces que su destino era Mendoza, narrando entre medio los estragos del asado y del mucho vino bebido.

Del discurso de los carabineros chilenos, lo único que don Giusseppe entendió fue que le preguntaron si le había gustado el asado y el vino argentino. Como pudo, respondió que sí y eso bastó para que los policías chilenos lo jalaran hasta la cantina del destacamento. Allí, el emigrante se dio el segundo festín de carne y vino, con la consiguiente borrachera, de la que despertó convertido en socio de un sargento dedicado a la cría de pavos y otras aves de corral.

Años más tarde, don Giusseppe, el Tano para unos, el bachicha para otros, abrió un emporio de ultramarinos en el barrio santiaguino de mi infancia. Fue un ciudadano más de aquel barrio proletario. En un grueso cuaderno de tapas negras anotaba las deudas de los que compraban a crédito, a los chicos nos repartía generosas lonchas de mortadela mientras nos iniciaba en los secretos de las óperas que embellecían las tardes desde sus discos de carbón, e invitaba a todos los vecinos a fiestas en el emporio cada vez que el Audax Sportivo Italiano se clasificaba para una final de fútbol.

La mejor fiesta tuvo lugar la noche del 4 de septiembre de 1970. Aquella noche, el barrio tenía muchos motivos para estar alegre: Salvador Allende había vencido en las elecciones presidenciales, don Giusseppe se casaba con la señora Delfina, luego de una discreta relación mantenida durante veinte años, y para culminar la fiesta nos comunicó emocionado que acababa de nacionalizarse chileno.
Lo vi por última vez en 1994. Era un anciano. El emporio ya no existía, ni el barrio, que fue devorado por la miseria. Pero sus viejos discos de carbón continuaban llenado las tardes de amores imposibles y voces perdurables. Bebí con él varios vasos de vino, escuché una vez más su historia, y me dolió responderle que sí, cuando quiso saber si era cierto que en Europa se trataba mal a los emigrantes.
De Historias Marginales